José Antonio Sotelo Navalpotro
Centro Colaboraciones Solidarias / Ecoportal.net
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El agua, un bien tan esencial para la vida como desigualmente repartido, sigue sin reconocerse como un derecho fundamental.
En “Ética a Nicómaco”, Aristóteles afirmaba: “esta investigación es una cierta indagación política…, y el fin de la política no es el conocimiento, sino la acción”.
Sin lugar a dudas, nos encontramos ante una de las cuestiones olvidadas por la mayor parte de los políticos que han asistido al último Foro Mundial del Agua: el reconocimiento del agua como un derecho fundamental del hombre.
De los cerca de ciento noventa países participantes, sólo diecinueve -entre los que se encontraba España- apoyaron esa “utopía”, tal y como se ha plasmado en un documento anexo a la declaración oficial.
Se olvidan de que el acceso al agua es un derecho fundamental, si como tales entendemos aquellos de los que es titular el hombre por el mero hecho de ser hombre. Los derechos civiles, que son aquellos que afectan de modo más directo a la persona en cuanto se refieren a sus aspectos más íntimos, como son el derecho a la vida y a la integridad física, a la propiedad, a la libertad, a la dignidad, a la libre expresión del pensamiento,…, no pueden dejar al margen el agua, un bien de vital importancia para el ser humano.
Hasta ahora, la escasez de agua se ha considerado como un problema hidrológico o, a lo sumo, económico; el 70% de la superficie del planeta está cubierta por agua, de la que sólo el 2.5% es dulce. Más del 70% del agua dulce está congelada en los glaciares, y la mayor parte del resto se presenta como humedad en el suelo, o en profundas capas acuíferas subterráneas de difícil accesibilidad. Así pues, menos del 1% de los recursos de agua dulce del planeta están disponibles para el consumo; de éste, el 17% se usa para cultivar alimentos destinados a las crecientes poblaciones de los países en desarrollo, por lo que de mantenerse la tendencia, el consumo total del agua aumentará en un 40% en los próximos años.
A esto hay que añadir la desigualdad en la distribución de los recursos de agua dulce en el mundo. Las zonas áridas y semiáridas suponen el 40% de la masa terrestre, y éstas disponen solamente del 2% de la precipitación mundial. En esto, como en tantas otras cosas, las narrativas no son neutrales, sino que transmiten una cierta ideología y demarcan los intereses políticos, económicos,…, en un mar de nexos cambiantes de relaciones globales, regionales, nacionales y locales, tal y como se concluyó en Estambul.
En los momentos actuales, las dos catástrofes que estamos padeciendo –la crediticia y la medioambiental- están totalmente ligadas. En los primeros años del siglo XXI, el mundo sufre las consecuencias de un modelo económico en declive que da lugar a una plaga de dimensiones incalculable: la pobreza. La brecha de la desigualdad entre ricos y pobres se agranda, a la par que una continua degradación ambiental del planeta.
Sorprendentemente, el modelo de crecimiento económico basado en una mano de obra barata, una moneda infravalorada, exportaciones a ultranza… empieza a parecer cuando menos insostenible. Aún así, subyace en la decisión de muchos Estados de no reconocer el derecho inalienable del acceso al agua por parte del ser humano, de todos los seres humanos.
Este debe ser uno de los principios fundamentales de un necesario cambio de modelo de desarrollo y de unos nuevos esquemas económicos capaces de sustituir a los actuales. Éstos han mostrado depredadores con el planeta, socialmente injustos y económicamente inviables. El agua es, por tanto, un bien que se constituye en un derecho fundamental del hombre.
José Antonio Sotelo Navalpotro. Director adjunto del Instituto Universitario de Ciencias Ambientales (IUCA/UCM) y secretario del Comité Científico Español de IHDP.
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